miércoles, 29 de julio de 2015

Los Campos Elíseos del Pensamiento


La noche siempre me trajo inspiración, inspiración que el día y los vaivenes cotidianos me quitaban. La vida acontece más que nada en los recuerdos y en los momentos que decidimos, por nuestra propia mano, sumirnos en el pasado y en las situaciones que el azar nos presentó y de qué manera nos encontramos en ese momento vivos y pensando en los diferentes presentes que podríamos estar viviendo justo en este instante. Sin embargo, siempre hay un pensamiento que nos domina, siempre hay algo que reina por sobre todos los pensamientos nocturnos con los que nos deleitamos. Cada persona tiene su martirio, su deseo, su desdén o su obsesión. Todas las noches habían sido la misma por mucho tiempo, siempre era la misma rutina, sin cambio alguno. El día terminaba y me sentaba yo sobre la cama, el aire soplaba y por la ventana se veía la luz de la luna y la forma en la que, calladamente, iluminaba el frío cielo nocturno que cubría el bullicio nocturno de una ciudad olvidada por las personas durante la noche, una luz lunar que parecía alcanzar hasta el más recóndito rincón del mundo, que iluminaba aquellos lugares que el sol, con todo su poder no podía iluminar, era un reino totalmente desconocido que el sol anhelaba y que deseaba más que nada en el universo, un placer que la luna no disfrutaba, un placer que la luna hacía sin pensarlo y sin saber, siquiera, si quería hacerlo. La luna, callada, siempre estando ahí iluminaba mi habitación todas las noches, antes de que decidiera tomar el libro que estuviese leyendo en ese tiempo y me sentase a leer durante unos instantes, cortos o largos, tiempo que era el inicio de los pensamientos que traerían insomnio cada noche. ¿Acaso era la literatura mi puerta universal al mundo del pensamiento y del deseo? Aún lo pienso, aún en este preciso momento.

Pero, se preguntarán ¿Cuál era mi martirio? Es simple, el martirio de todo hombre que no puede dormir: una mujer.

Nadie sabe de ella, nunca hablo de ella. Sin embargo todos la conocen. Mi mente divaga entre sus cabellos oscuros como la noche misma, iluminados por la luna y su silencioso destello que recorre cada centímetro del infinito abismo en el que me sumerjo al pensar en ella. Me encuentro después de caer con su eterna mirada, fija, hermosa y misteriosa; como dos grandes astros que giran en el cielo nocturno, dos astros que bailan uno con el otro en una danza silenciosa que sólo ellos entienden, una danza que meramente podemos observar, observar sin comprender, sin poder siquiera tener la más mínima idea de la fuerza que los lleva a internarse en esa danza.

Sus ojos brillan en mi mundo nocturno como dos lunas, como si dejara el planeta para llegar un mundo distante donde dos lunas danzantes iluminan el cielo que una estrella olvidada descuida. Uno no puede evitar perderse en ellos, uno se pierde de la misma manera que uno admira cada obra de arte en algún museo de renombre internacional. Cada pintura tiene su majestuosidad intrínseca, perteneciente a cada uno por separado. Una obra de Monet de Abril tiene algo diferente que uno de él en Diciembre. Van Gogh es diferente a Ver Meer, sin embargo todos tienen un grado de hermosura que sólo ellos podía entender y que nosotros luchamos por descifrar y eso es lo que nos deja perplejos y absortos en una simple obra de arte.

Y cuando pienso en que ya no hay más y que mi universo nocturno se ha terminado encuentro los grandes placeres de la vida, placeres que pocas personas experimentan. La música, la melodía, la orquesta que ella dirige personalmente al hablar. Su voz de ninfa de los campos elíseos, hablando canciones que deleitan a deidades olvidadas que se sumergen en su antigua gloria. Me encuentro en medio de la metempsícosis del universo de este tiempo y tal vez de los pasados. Ya no sé, todo sentido de la realidad se pierde cuando su misteriosa melodía emana de sus labios. Labios que no se tocan, labios que sólo producen música para los oídos de los jóvenes marineros que se aventuran a navegar por sus frías aguas, aguas que se calientan con su voz y su mirada, que al caer uno nada en los cabellos infinitos que cuelgan desde el inicio del tiempo.


Su vida es como una balada que no tiene fin, una balada en la que me encuentro perdido intentando buscar una nota, una nota en la cual me pueda liberar y que puede, por fin, ponerle fin a estas noches de insomnio e inspiración que han traído tantas cosas a mí.

No me quiero ir, no quiero encontrar esa nota, no quiero construir la salida, el fin de la melodía en la que me he perdido por tanto tiempo, quiero vivirla, quiero ser la melodía, quiero cantar con ella mientras acaricio ese cabello intocable y escucho como me canta al oído historias irrepetibles y como, suavemente, cada noche, invariablemente, se despida de mí con una caricia en forma de beso en la mejilla, que sus labios musicales toquen mi piel y transmitan los eternos y efímeros sentimientos que un beso y una caricia de magnitudes diminutas pueden transmitir.


Y al momento de sentir esa caricia voltear a buscarla para poder corresponderla y  darme cuenta que ha abandonado el lugar dejando sólo el recuerdo, el dolor y la felicidad de una caricia pasadera digna de ser el pago de Caronte, diga de ser la manera de llegar hasta el fondo del universo y descansar para siempre, escuchando ninfas, cuya voz no puede siquiera equipararse a la de ella, en los campos elíseos de mi pensamiento.