lunes, 21 de diciembre de 2015

Cuento del 21 de Diciembre (aún sin título)

Creí que la podría volver a amar. Tenía ese miedo, volver a enamorarme de ella. ¿Por qué temía? Esa era una pregunta muy recurrente en mi mente, siempre llegaba a mí después de verla y convivir con ella unas cuantas horas. La veía poco, muy poco como para enamorarme. Creo que eso es lo que más me asustaba de enamorarme. Que en el poco tiempo que la viera pudiera, de nuevo, caer por ella. Volver a admirar su cabello, sus ojos, su sonrisa y su voz. Admirarlos y verlos de lejos…No, eso no era. ¿A qué le temes? Me preguntaba.

A veces pienso que las cosas se remontan a esos paseos extraños que solía dar por las noches en Schwerin, la ciudad capital de Mecklenburg Vorpommern en Alemania. ¿Noche? A las 5 de la tarde de Diciembre ya era de noche, entonces, sí. Eran paseos nocturnos. Yo aún n sabía quién era ella, salía a pensar, a deambular por calles desconocidas que lentamente se dejaron de volver extranjeras a mí. Esos efímeros pasos que, en las frías noches de Diciembre, me llevaban a lugares que poca gente ha visitado me permitieron entender un sin número de sucesos extraños que se le presentan a la mente humana. A veces pensaba en las obras musicales que se componían por personas normales, que sin saberlo, llegaron a convertirse en los grandes maestros de la música que ahora nombramos clásica. A veces pensaba en las maneras en las que podría regresar a casa, hacía mapas mentales y pensaba en si las calles que imaginaba existían y me podrían llevar a donde yo quería.

Para mí en ese momento sólo existía aquella mujer de cabellos dorados que sólo de vista conocía. De las primeras veces en mi corta vida que había sentido amor, un amor que estoy seguro podría revivir con el simple hecho de verla una vez más y hablar con ella. Hace más de 3 años que no la veo y hace más de 3 años que no me he enamorado de ella. Lo digo de esa manera porque la olvidé por medio año hasta que la volví a ver y sucedió lo que había sucedido antes, no me explico cómo, sólo sé que sucedió.

Y una vez más al irme y perder contacto las cosas se olvidan. A veces quisiera olvidar con más facilidad algunas cosas. Ciertos sucesos que se presentaron en mi vida fueron olvidados de maneras espontáneas, no hay ya un solo recuerdo que me remonte a esos días y sin embargo hay momentos insignificantes y pequeños que están impresos en mi memoria, pequeños sucesos que nunca podré borrar. La altura del Everest es 8848 metros. Ese sería uno.

Recuerdo aquella vez en el jardín, era un día soleado, hacía calor para ser principios de Febrero. Las cosas en mi mente eran erráticas, como siempre lo han sido, poco a poco mi mente ha cambiado, me siento vacío a veces, no hay nada que escuchar o decir. Solamente el silencio aplaca el murmullo persistente que existe en mi cabeza. Añoro la soledad, pero sin embargo la detesto.

Creo que ese es mi temor. La soledad.

Como una lluvia de otoño le teme a evaporarse al siguiente día y volver a las nubes y existir efímeramente como un pequeño algodón en el cielo para pronto regresar a caer y golpear el duro suelo, lavar las calles de las ciudades llenas de personas que no saben lo que sucede en el mundo, llenas de personas que detestan la vida y no lo dicen y terminan acabando su vida sin que nadie se de cuenta. Al final nadie extrañará a nadie, todos nos iremos en un solo y gran boom. Nada va a quedar de este mundo si es que seguimos como vamos.


A todo esto ¿Qué les digo? No la puedo volver a amar.

domingo, 8 de noviembre de 2015

Un cuento más

¿Nunca lo habías escuchado? Le preguntó a Beatriz con un tono de sorpresa. Ella, con una mirada perdida le contestó que no. El viento soplaba gentilmente, las nubes en el cielo nocturno se movían, parecía que bailaban, el viento era errante, las nubes iban y regresaban, bailando en armonía con la luna. La luz de la luna se reflejaba en las aguas del río, iluminaba el rostro de Beatriz, su cabello largo y oscuro, apenas visible en la penumbra nocturna ondeaba con el viento. La mirada de Beatriz se había desviado al reflejo de la luna, la luz parecía emanar del agua, no de la luna. Su voz resonó en todo el lugar y la pregunta llegó a sus oídos, ¿Y si la luna no estuviera arriba, sino abajo?

La idea de mover el astro de lugar lo perturbaba, pero a la vez lo seducía con su sutil complejidad. ¿Qué sería de nosotros si la luna estuviera bajo el agua? Si la luz de ella atravesara las frías aguas de los lagos para iluminar el cielo nocturno desde otros ángulos. Las estrellas lejanas y frías se verían más, su luz, su calor, sería totalmente diferente. La armonía celestial sería otra, ¿Habría armonía? Se preguntó.

Claro que sí, dijo Beatriz. La armonía es una imagen mental, es una idealidad creada por nosotros al ver la forma en la que los cuerpos interactúan. Si tú y yo bailamos, al ojo experto no estamos en armonía, pero yo sé que estaríamos en armonía, compartimos demasiado para no tener nuestra propia sintonía perfecta. Pero, ¿qué es la perfección?

Nada, le contestó. No hay ni existe. Es una imagen mental. “Tal como la armonía, ¿no?” le contestó Beatriz.

¿Hace cuánto nos conocemos _______? Le preguntó Beatriz.

Es una pregunta que siempre me encanta contestar, le dijo él. “La frecuencia con la que la preguntas disminuye con el tiempo. Al principio, antes de que supiera que me gustaba contestarte, me lo preguntabas al menos una vez a la semana.” “Entonces, ¿Hace cuánto?” Repitió Beatriz con una sonrisa en su rostro, sabiendo que la respuesta era siempre divertida y llena de bellos recuerdos.

El viento soplaba más fuerte, las nubes que empezaron a llegar eran de mayor tamaño y oscurecían el cielo nocturno, sumiendo el lugar en una penumbra mayor. Los ojos de Beatriz jamás desaparecían de su vista. Un olor a tierra mojada empezó a llegar con el nuevo viento. “Lloverá” Dijo Beatriz. “Nunca te ha importado eso” Le contestó él.

“Lo sé, sabes que me gusta decirlo porque conozco la respuesta inmediata que le sigue” Dijo Beatriz. Él se rio y la volteó a ver y en ella vio el mismo rostro que siempre había visto. “No has cambiado nada en todos estos años, Beatriz; sigues siendo la misma mujer que conocí” “Tú tampoco has cambiado ______”

Empezó a llover. El agua estaba fría, el viento hacía que ésta se estrellara en sus rostros. Ellos sólo reían, recordaban los momentos en los que la lluvia los había atrapado o alcanzado. Un sinfín de recuerdos arribaban a sus mentes, plagándola de felicidad. “¿Cuándo te vas?” Le preguntó Beatriz. “En invierno”, le dijo él.

“¿Cuánto falta?”, repitió Beatriz. “Tú misma lo sabes, ¿para qué preguntas?”

Beatriz sonrió mientras cubría su rostro del agua que caía. Él le ofreció su sombrero y Beatriz lo aceptó. Ahí estaban ellos dos, frente al agua del río, los árboles se movían con el viento que soplaba, la lluvia caía sobre de ellos como luz durante el día.

En silencio el tiempo pasaba y ellos simplemente contemplaban la noche lluviosa que los había traído ahí.

“Ha sido más tiempo del que he podido contar” Dijo él repentinamente. “¿De qué hablas?” preguntó Beatriz, intrigada. “Del tiempo que llevamos conociéndonos. Ha sido mucho más del que alguien puede contar. Aún recuerdo ese primer encuentro casual que tuvimos. Recuerdo la vez que nos fuimos a Madrid sin decir nada. O Viena; Viena fue un buen viaje. Sin embargo, Sao Paulo también, creo que ese fue el que más disfrutaste. Para mí, el mejor fue Buenos Aires. Tú sabes cuánto me encanta esa ciudad…” Él se quedó callado, la lluvia ya se había detenido y el cielo se había despejado.

“Pero siempre tendremos esta noche…” Suspiró. Lentamente la penumbra desaparecía, la luna se escondía y la luz solar emanaría del cielo como la luna del agua del río frente a ellos. Y con el primer rayo de luz, un flor de cerezo cayó entre los pies de Beatriz. Ella la vio, se agachó a recogerla y la observó detenidamente. Algo pasaba por su mente, mas no lo podía concretar.

Volteó a verlo, él sonriendo se acercó a ella y la besó fugazmente. Separó sus labios de los de ella, la vio a los ojos y sonrío. “Sólo recuerda” dijo él. Sonrió, dio media vuelta y se fue del lugar.

Beatriz con una lágrima y una sonrisa tomó la flor del cerezo y la colocó entre su cabello, viendo al cielo, la luz del sol y sereno cayendo, secó la lágrima y se retiró en la dirección contraria a la de él.



miércoles, 29 de julio de 2015

Los Campos Elíseos del Pensamiento


La noche siempre me trajo inspiración, inspiración que el día y los vaivenes cotidianos me quitaban. La vida acontece más que nada en los recuerdos y en los momentos que decidimos, por nuestra propia mano, sumirnos en el pasado y en las situaciones que el azar nos presentó y de qué manera nos encontramos en ese momento vivos y pensando en los diferentes presentes que podríamos estar viviendo justo en este instante. Sin embargo, siempre hay un pensamiento que nos domina, siempre hay algo que reina por sobre todos los pensamientos nocturnos con los que nos deleitamos. Cada persona tiene su martirio, su deseo, su desdén o su obsesión. Todas las noches habían sido la misma por mucho tiempo, siempre era la misma rutina, sin cambio alguno. El día terminaba y me sentaba yo sobre la cama, el aire soplaba y por la ventana se veía la luz de la luna y la forma en la que, calladamente, iluminaba el frío cielo nocturno que cubría el bullicio nocturno de una ciudad olvidada por las personas durante la noche, una luz lunar que parecía alcanzar hasta el más recóndito rincón del mundo, que iluminaba aquellos lugares que el sol, con todo su poder no podía iluminar, era un reino totalmente desconocido que el sol anhelaba y que deseaba más que nada en el universo, un placer que la luna no disfrutaba, un placer que la luna hacía sin pensarlo y sin saber, siquiera, si quería hacerlo. La luna, callada, siempre estando ahí iluminaba mi habitación todas las noches, antes de que decidiera tomar el libro que estuviese leyendo en ese tiempo y me sentase a leer durante unos instantes, cortos o largos, tiempo que era el inicio de los pensamientos que traerían insomnio cada noche. ¿Acaso era la literatura mi puerta universal al mundo del pensamiento y del deseo? Aún lo pienso, aún en este preciso momento.

Pero, se preguntarán ¿Cuál era mi martirio? Es simple, el martirio de todo hombre que no puede dormir: una mujer.

Nadie sabe de ella, nunca hablo de ella. Sin embargo todos la conocen. Mi mente divaga entre sus cabellos oscuros como la noche misma, iluminados por la luna y su silencioso destello que recorre cada centímetro del infinito abismo en el que me sumerjo al pensar en ella. Me encuentro después de caer con su eterna mirada, fija, hermosa y misteriosa; como dos grandes astros que giran en el cielo nocturno, dos astros que bailan uno con el otro en una danza silenciosa que sólo ellos entienden, una danza que meramente podemos observar, observar sin comprender, sin poder siquiera tener la más mínima idea de la fuerza que los lleva a internarse en esa danza.

Sus ojos brillan en mi mundo nocturno como dos lunas, como si dejara el planeta para llegar un mundo distante donde dos lunas danzantes iluminan el cielo que una estrella olvidada descuida. Uno no puede evitar perderse en ellos, uno se pierde de la misma manera que uno admira cada obra de arte en algún museo de renombre internacional. Cada pintura tiene su majestuosidad intrínseca, perteneciente a cada uno por separado. Una obra de Monet de Abril tiene algo diferente que uno de él en Diciembre. Van Gogh es diferente a Ver Meer, sin embargo todos tienen un grado de hermosura que sólo ellos podía entender y que nosotros luchamos por descifrar y eso es lo que nos deja perplejos y absortos en una simple obra de arte.

Y cuando pienso en que ya no hay más y que mi universo nocturno se ha terminado encuentro los grandes placeres de la vida, placeres que pocas personas experimentan. La música, la melodía, la orquesta que ella dirige personalmente al hablar. Su voz de ninfa de los campos elíseos, hablando canciones que deleitan a deidades olvidadas que se sumergen en su antigua gloria. Me encuentro en medio de la metempsícosis del universo de este tiempo y tal vez de los pasados. Ya no sé, todo sentido de la realidad se pierde cuando su misteriosa melodía emana de sus labios. Labios que no se tocan, labios que sólo producen música para los oídos de los jóvenes marineros que se aventuran a navegar por sus frías aguas, aguas que se calientan con su voz y su mirada, que al caer uno nada en los cabellos infinitos que cuelgan desde el inicio del tiempo.


Su vida es como una balada que no tiene fin, una balada en la que me encuentro perdido intentando buscar una nota, una nota en la cual me pueda liberar y que puede, por fin, ponerle fin a estas noches de insomnio e inspiración que han traído tantas cosas a mí.

No me quiero ir, no quiero encontrar esa nota, no quiero construir la salida, el fin de la melodía en la que me he perdido por tanto tiempo, quiero vivirla, quiero ser la melodía, quiero cantar con ella mientras acaricio ese cabello intocable y escucho como me canta al oído historias irrepetibles y como, suavemente, cada noche, invariablemente, se despida de mí con una caricia en forma de beso en la mejilla, que sus labios musicales toquen mi piel y transmitan los eternos y efímeros sentimientos que un beso y una caricia de magnitudes diminutas pueden transmitir.


Y al momento de sentir esa caricia voltear a buscarla para poder corresponderla y  darme cuenta que ha abandonado el lugar dejando sólo el recuerdo, el dolor y la felicidad de una caricia pasadera digna de ser el pago de Caronte, diga de ser la manera de llegar hasta el fondo del universo y descansar para siempre, escuchando ninfas, cuya voz no puede siquiera equipararse a la de ella, en los campos elíseos de mi pensamiento.